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miércoles, 18 de abril de 2007




El Mercader de Venecia, drama y tragedia.

Hace algún tiempo estuve viendo en el cine “El mercader de Venecia”, y tanto me sorprendió que notuve más remedio que desempolvar un viejo tomo del tío William y rememorar las imágenes de la película al hilo de las palabras del libro, lo cual volvió a sorprenderme, ya que la cinta es una adaptación fidelísima al texto del autor. Y aquí es donde está el problema… O donde yo tengo un problema.

Sin querer hacer alarde de necedad, hará unos tres años, más o menos, que decidí leerme el Quijote y no pude soportarlo; así que siguiendo los consejos del propio Cervantes en la introducción, dejé de leerlo y ahora no ceso de criticarlo, pues me parece una obra de gracietas para niños que, sin embargo, no tiene ninguna gracia (al menos para mí) y que, además, engrosa con historias que no vienen a cuento, con vodeviles y enredos que se solucionan de la manera menos realista. Quizá todo esto fuera un producto del gusto de la época, pero en tal caso al yo encontrarme fuera de ella, no llego a comprenderlo o, mejor, no llego a sentirlo.

Algo parecido me ha pasado con “El mercader de Venecia”, una obra con tintes tragicómicos, quizá más trágicos que cómicos, aunque son estos y el carácter dramático los que terminan por prevalecer sobre la tragedia. Ahora bien, mientras que la tragedia es intemporal, aunque lleve varios siglos sepultada bajo el drama, la comedia no lo es: a nadie le hace gracia hoy, por ejemplo, que una mujer engañe a su amado bajo un disfraz de hombre, y eso que el transexualismo hoy es más fácil que antaño; no hace gracia porque no es verosímil. También sobra hoy la repetición de las acciones de los señores por parte de los criados, una repetición punto por punto, etc. Todo lo que digo no va contra Shakespeare, al fin y al cabo un hijo de su tiempo y de los gustos de entonces, sino contra la adaptación al cine que ha hecho Michael Radford, una adaptación, como decía, demasiado fiel al texto. Al menos para mí, que no había leído la obra antes de ver la película, ésta me mantuvo en tensión durante todo el tiempo, pero me decepcionó el final tan cómico. La adaptación podía haberse quedado en el drama o, yendo más allá y violando el texto, haber desempolvado la tragedia.

Lo trágico consiste en un conflicto normativo irresoluble cuyos casos particulares se saldan con la muerte (o también con la locura, según los griegos): el personaje trágico se encuentra comprometido con dos (o más) pautas de acción a seguir, las leyes de su ciudad y una promesa, por ejemplo; pero tales pautas entran en conflicto (imaginemos que la promesa es una venganza) razón por la cual optar por una de ellas supone incumplir la otra pauta, e incumplir esta otra pauta conlleva el castigo de la muerte o la locura: Antígona se debe a su familia y conforme a la ley no escrita ha de enterrar a su hermano, pero su hermano fue muerto por traidor y según las leyes de la ciudad su cuerpo ha de permanecer insepulto; aquel que viole el precepto será enterrado vivo; pues bien, a sabiendas de ello, Antígona le entierra y al final ella misma resulta enterrada viva. La tragedia no es sólo un género literario o teatral, sino una determinada estructura antropológica, estructura propia de sociedades o comunidades con un fuerte apego a las costumbres, por ejemplo la griega de aquellos tiempos, o la gitana, de la cual Lorca nos dejó precisamente dos tragedias: en “Bodas de sangre” los amantes se deben a sí mismos y al amor que hay entre ellos, pero también se deben a la familia y a sus pactos matrimoniales, cuya ruptura acarrearía terribles consecuencias; la novia lo rompe y todo acaba en un baño de sangre.

Ahora bien, en sociedades y comunidades más modernas, no tan apegadas a la costumbre, las normas están más relajadas, y lo están porque existe un número muchísimo mayor de ellas que en las antiguas y constantemente hemos de pasar de unas a otras, hemos de cambiar de roles, etc., lo cual puede resultar dramático, pero no trágico. A diferencia de la tragedia, pues, el drama (en tanto que estructura antropológica) consiste en la no resolución del caso particular del conflicto normativo; en el drama el personaje opta por una de las vías, sí, pero la otra siempre queda pendiente de cumplirse y dicho incumplimiento trae consecuencias morales (sin llegar a la locura ni al suicidio) o consecuencias sociales (sin llegar a la muerte). Como ejemplo de consecuencias morales de dicho incumplimiento tenemos “El mercader de Venecia”: el judío Shyloc jura venganza ante el cielo, pero si la cumple él mismo será ejecutado y sus posesiones pasarán a manos del Estado; Shyloc tira la toalla y además le obligan a convertirse al cristianismo. El conflicto se pseudo-resuelve a favor del Estado, pero el semblante con el que queda Al Pacino tras el juicio, nos habla de una profunda culpa dentro de su alma, pues reniega de su religión y de su palabra, y ello por salvar su vida y su hacienda. Las consecuencias sociales del incumplimiento en el drama es la huída del personaje y su eterna persecución por parte de los antagonistas; es más, aun en el caso de que el personaje pueda librarse de ellos, siempre le queda el miedo (efecto moral) de que puedan encontrarle.

En “El mercader de Venecia”, además, se da otro tipo de conflicto muy moderno: el conflicto legal, el conflicto entre leyes. Dicho conflicto aplicado al caso del mercader y el judío se produce entre una ley comercial (la validez y el cumplimiento de los contratos) y una ley de enjuiciamiento criminal (el atentado contra la integridad de un cristiano). En las sociedades modernas este tipo de conflicto se resuelve o bien modificando partes de las leyes conflictivas, o bien por jurisprudencia, es decir, teniendo en cuenta el fallo de juicios similares anteriores, lo cual (esta última forma) no deja de resultar dramático, pues las leyes sin modificar seguirán siendo fuente de conflictos. De este modo el caso del mercader y el judío resulta doblemente dramático: en primer lugar porque no se modifican las leyes, en segundo lugar por lo antes dicho, porque el judío no lleva a cabo su venganza. Lo trágico hubiera sido que Shakespeare llevara a cabo el cumplimiento de las leyes, que el judío cobrase la libra de carne del mercader (muriendo éste) y que, tras la imposibilidad de cobrar dicha libra sin verter ni una gota de sangre (sangre cristiana), el judío fuese ajusticiado. Así se mostraría mejor esa conflictividad de las leyes, unas leyes muy poco “humanas” (o mejor, poco caritativas).

Ahora bien, ¿qué es, entonces, lo que Shakespeare muestra mejor? Pues la dimensión individual y corporal del hombre. Mientras que en la tragedia el hombre es un capricho del destino (o un capricho de las normas, por decirlo en términos menos románticos y más antropológicos), en el drama el hombre elige, y elige muy individualmente, teniendo siempre presente su individualidad corpórea: esto se ve en el caso del judío, aunque entremezclado con otras pasiones, como el materialismo y la avaricia (hay cierta dosis de antisemitismo en la obra), pero donde mejor se ve es en el más famoso pasaje de Shakespeare, aquel que comienza con “ser, o no ser…”; dice Hamlet: “…considerar qué sueños nos podrán invadir al abandonar este cuerpo perecedero y dormirnos en la muerte, es bastante para detenernos. He aquí el temor que da larga vida a nuestras calamidades; pues sin él, ¿quién soportaría los ultrajes y achaques de la edad, la violencia del tirano, el insulto del soberbio, la angustia de un amor desairado, las dilaciones de la justicia, la insolencia del funcionario y el desdén que el paciente mérito sufre del hombre indigno, cuando podríamos alcanzar nuestra propia calma con un solo puñal? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de una vida sin respiro, si no fuera por el temor de lo que tal vez nos aguarda tras la muerte, esa región ignorada de cuya frontera ningún viajero vuelve, que quiebra nuestra decisión y nos hace preferir los males que nos acosan antes que buscar otros que ignoramos? Así nuestra conciencia nos vuelve cobardes; y así desmaya la fuerza de nuestro inicial valor bajo los pálidos avisos de la prudencia; y las empresas de más aliento y más alcance, con solo este pensamiento, mudan su curso y quedan en vanos propósitos sin acción”.

¿Cobardía? ¿Humanidad? ¿O una humanidad históricamente más cercana a nosotros? ¿Somos, pues, más cobardes ahora (desde el XVI para acá) que antes? ¿Acaso somos más humanos? Hasta aquí he ido mezclando deliberadamente la tragedia y el drama en tanto estructuras antropológicas con la tragedia y el drama en tanto géneros literario-teatrales; sin embargo, conviene separarlos y preguntarse: ¿hasta qué punto el teatro es un reflejo, quizás empañado, de la estructura antropológica de la sociedad en que se gesta? ¿Son antropológicamente más simples las sociedades donde aparece la tragedia que aquellas en las que nace el drama? ¿O acaso no tendrá más que ver, el teatro, con el imaginario colectivo de manera que aparezca la tragedia en épocas o en autores con una fuerte carga moral, en los que primen ciertos valores, valores por los cuales debería darse la vida? ¿No sería el drama, entonces, propio de épocas o autores carentes o poco convencidos de valores ante los cuales, pues, no se arriesgaría la vida? ¿No habría que distinguir, también, entre autor y sociedad?

Demasiados interrogantes. No puedo contestar a todos… Quizá tampoco sepa hacerlo. Pero no quiero decir que Shakespeare careciera de valores; de hecho en el “Mercader de Venecia” el único que arriesga la vida es el mercader, y lo hace por amistad o por amor (en la película con tintes de homosexualidad) hacia su amigo. El dramático final de la película (que no de la obra de Shakespeare) es que el amigo se acuesta con la dama (ya su mujer) y el mercader, interpretado por Jeremy Irons, queda solitario y confuso. Claro, demasiado sería que no muriendo a manos del judío viniera ahora a suicidarse por desamor; por muy trágico que fuera, sería todo un despropósito.





Zanjas profundas en tu mente
Zanjas profundas en tu mundo
Zanjas que nos separan
Zanjas que nos escinden
Zanjas en las que caemos
a veces sin poder salir
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